Familia indigente reta a Peña Nieto que viva una semana bajo el puente

REFORMA
Olimpia tiene 36 años y junto con sus 4 hijos que vive bajo un puente en el Oriente del DF
Ciudad de México.- "La vida da muchas vueltas", advierte Olimpia Lozada Martínez mientras cuenta cómo hace 16 años manejaba un automóvil propio y tenía empleada doméstica. Lo narra desde el bajo puente que habita con sus cuatro hijos en el oriente de la Ciudad de México.
La madrugada del 26 de agosto de 2010 llegó a vivir debajo del puente vehicular. Hacía frío. Traía consigo un ropero, dos camas, una estufa, un refrigerador que le había regalado su madre y lo principal: sus cuatro hijos de ocho, seis, cinco y tres años de edad. Ya no le alcanzaba para comprar alimentos, pagar los mil pesos de renta, el consumo de luz y rellenar el tanque de gas.

Con ayuda de uno de sus tres hermanos y su vecino Miguel, quien también se mudó al puente, acarreó aparatos y muebles en un diablo metálico. Apenas terminaron de descargar, tendió en el suelo polvoso un colchón y se acurrucó con sus hijos somnolientos. La oscuridad era total. Cubrieron sus cabezas con las cobijas para evitar –sin éxito– que los moscos les picaran el rostro. Era la primera noche de las mil 89 que hasta hoy han pernoctado en el lugar.

"¿Has visto esas ratas que andan en el basurero, que llegan y se meten en un hoyo con sus ratitas?", pregunta, y de inmediato responde: "así yo me vi".

Es viernes. El espacio que han acondicionado como su casa es invadido por el humo que despide el fogón donde cocinan, rebota en el techo inclinado que reduce las dimensiones del lugar al fondo. La ropa pronto se impregna de olor a hollín.

Los siete sillones que en su mayoría les han regalado vecinos de la zona forman una escuadra en torno a la mesa central de madera. Enfrente se encuentra una estufa que no usan por falta de gas –les robaron el tanque– y un refrigerador que mantiene frescos los alimentos. En medio hay otras dos mesas con un par de lechugas, un frasco de azúcar, platos, aceite, trastes...

En el piso, dos canastas verdes de plástico con verduras recolectadas en la Central de Abastos.

Olimpia sirve frijoles negros, arroz rojo y un trozo de pescado. Tiene buen sazón. Un hombre que trabaja en una pescadería les regaló un kilo de filete que los anfitriones comparten. Para acompañar: tortillas calientes y una salsa roja.


Aquí viven seis adultos y cuatro niños que no pueden satisfacer con sus ingresos todas las necesidades con que el Coneval mide la pobreza. No tienen un espacio para vivir, ni todos los servicios básicos de una vivienda; carecen de acceso a servicios de salud y seguridad social.

Al fondo se encuentran los dormitorios, delimitados por alfombras o cobijas colgadas en cordones amarrados a la estructura tubular del puente.

Alrededor hay montones de cartón acumulado, muebles desvencijados de madera que después de un tiempo terminarán usando como leña, papel, láminas de fibra de vidrio, latas de aluminio que también serán vendidas por kilo. Un foco lucha, tímidamente, contra la oscuridad del lugar, ayudado por los rayos del sol que se cuelan por los costados.

En uno de los rincones –enmarcado por una tarima, un tablón y el barandal metálico de la vía pública– está el espacio donde se bañan. Lo hacen a jicarazos y con agua fría.


 
De forma paralela al puente, está tendida sobre dos largos lazos la ropa que Olimpia lavó por la mañana en un lavadero que iba a ser tirado a la basura. También el lavadero llegó a este lugar en su diablo metálico.

En el espacio convive La Negra, una pequeña perra criolla que menea el rabo ante la menor provocación, y siete gatos hechos bola en un rincón; son las mascotas del lugar.

Los habitantes han adaptado un espacio como pequeño auditorio. Así le llaman. Ahí están colocados los libreros y algunos lo utilizan para ejercitarse.

Es viernes. El tráfico vehicular también se resiente aquí. Claxonazos y motores provocan un ruido permanente que en ocasiones obliga a alzar la voz para ser escuchado. Cuando pasa una máquina grande, su rugir hace vibrar la estructura.

Olimpia tiene 36 años. Es robusta, tiene el cabello corto y ensortijado. Morena. De trato amable pero firme. Sus cuatro niños, de 6 a 11 años, pertenecen al grupo poblacional más afectado por la pobreza en el país.

Le gusta escribir poemas. Aunque ha escrito varios, destaca uno dedicado a la libertad. No recuerda los versos de forma literal, pero asegura que se trata de una libertad personal, de espíritu, que la llevaría a transformar su entorno. Le gustan las canciones de la agrupación francesa Era, que mezcla cantos gregorianos con rock, pop y música electrónica. Esa música le recuerda los años en los que cursó la secundaria y vivía con sus hermanos, no muy lejos de donde hoy vive.

Tiene claro dónde deposita su fe. Muestra las palmas de sus manos al tiempo que asegura: "éste es mi dios. Y mis hijos, mi motor". Es trabajadora doméstica en una casa del Pedregal en donde gana 400 pesos por hacer la limpieza los jueves y los domingos. Le gustaría tener más casas que limpiar, pues para ir al Pedregal se gasta 40 pesos por los dos días, el 10 por ciento de su paga.

Con los 360 pesos de ingreso neto semanal, y la ayuda de algunas personas que se acercan al puente, cubre el acceso a la alimentación y manda a sus hijos a la escuela primaria.

Apenas en junio pasado, el DIF le entregó su primera despensa. A finales de este mes intentará recibir un segundo apoyo. No ha logrado alguna pensión destinada a madres solteras por parte del GDF ni del gobierno federal. La razón que le dan es que los niños llevan el apellido del padre, a quien hace años no ve y del que sólo sabe que actualmente está preso en el Reclusorio Oriente.

De la Secretaría de Desarrollo Social ha obtenido en los últimos siete años 2 mil 500 pesos y algunos paquetes de leche en una sola entrega. "No sé de qué igualdad hablan (los políticos), cuál ayuda universal", cuestiona.

Recolecta en las calles cartón, papel y PET, que transporta en su diablo metálico, su principal herramienta de trabajo. La ganancia obtenida por la venta de estos materiales la utiliza para comprar jabón, detergente, suavizante, azúcar, entre otros productos domésticos.


Sus dos hijos varones, de 8 y 9 años de edad, ayudan algunas veces en las bodegas de la Central de Abasto por las mañanas. Si están de vacaciones, trabajan hasta las dos de la tarde. Si es periodo escolar, vuelven al mediodía para que les dé tiempo de asistir a clases en el plantel donde Olimpia presidirá la sociedad de padres de familia a partir del nuevo ciclo escolar.

En los últimos tres años ninguno de sus tres hijos mayores ha dejado de estudiar, y la más pequeña se incorporará este año.

Movimiento

En 1994, con 19 años de edad, Olimpia se casó con un panadero del oriente del Distrito Federal que le regaló un automóvil, la llevó a vivir a casa de su madre y contrató a una persona que se encargara de las labores del hogar.

La "felicidad" duró hasta que el hombre partió a Estados Unidos con la promesa de volver en un año. Nunca volvió. Poco después, la suegra de Olimpia murió de insuficiencia renal y ella decidió dejar aquella casa y todo lo que su marido le había comprado. "Me sentía en una jaula de oro, como en la canción", explica.

Se fue a vivir con sus hermanos. Terminó la secundaria para trabajadores y truncó una carrera técnica en administración de empresas. A los 25 años conoció al padre de sus hijos y empezó a "retroceder como cangrejo". Se embarazó por primera vez en 2002.

Limpió instalaciones del Metro, lavó ropa ajena, pepenó alimentos de la Central de Abasto, pero ni así alcanzaba a cubrir sus necesidades.

Olimpia no tenía ideales. No hablaba como ahora lo hace: de derechos, de justicia, de igualdad, de dignidad...

Hasta que en 2010 su vecino Miguel le propuso vivir debajo de un puente y concentrar sus ingresos en la alimentación y la escuela de los niños. Las carencias ayudaron a persuadirla.

Miguel es un hidalguense de barba cerrada blanqueada por sus 47 años de edad, quien está convencido de que la única forma de sacar a México de la pobreza es a través de la educación.

Él pide que se le llame así, Miguel. No confía en iglesias ni partidos. "Si así fuera, estaría más dormido", dice. En quien sí cree es en la Santa Muerte. En un rincón del bajopuente, una figura de La Niña Blanca es iluminada por una veladora. Le ofrece cerveza, licor. "Por los que ya se han encontrado con ella", afirma.

Contar con sólo el tercer año de primaria no le ha impedido a este campesino fundar una biblioteca pública debajo del puente vehicular.

Con ayuda de Olimpia, ha llenado dos libreros y una mesa que están colocados en el espacio que llaman auditorio; el primer librero es convencional, el segundo está hecho de guacales de fruta.

Olimpia y Miguel han formado un círculo de estudio con otras cuatro personas que llegaron a vivir con ellos debajo del puente. Leen libros básicos de política y literatura, y los comentan.

Instruidos por Miguel, lunes y miércoles algunos practican también artes marciales, principalmente los hijos de Olimpia.

Con él cerca, la madre de familia incrementó sus lecturas. Leyó desde La madre, de Máximo Gorki, hasta La reina del Pacífico de Julio Scherer García.

En estos días lee El señor de los espejos, de Manuel Vázquez Montalbán.

Ya dieron nombre a su organización: Movimiento Pueblo Unido. Juntos establecieron un reglamento para lograr una mejor convivencia: cero alcohol, cero drogas, cero prostitución. Hacen brigadas para conseguir alimento, limpiar el espacio y vigilar.

Entre otros puntos se comprometen a la autocrítica, el respeto y la disciplina. El 25 de agosto próximo celebrarán tres años de existencia con proyecciones de películas, talleres y música en vivo.

Dignidad

Olimpia ha desarrollado una visión crítica hacia la clase política.

"No necesitamos que el Estado o cualquier funcionario interceda por nosotros. Tenemos voz para hablar. Si nos dieran la oportunidad de tener una vivienda digna, algo sencillo, con todos los servicios básicos, y nos dieran facilidades de pagarlo, la gente que vive en la calle se motivaría". Lo enfatiza con su dedo índice apuntando al cielo.

Olimpia alza la voz, manotea, endurece el gesto, y sugiere que el presidente Enrique Peña Nieto se vaya a vivir una semana bajo el puente: "así como dice que quería ensuciarse los zapatos, quiero que se los ensucie aquí conmigo una semana. Que coma como yo, que trabaje en lo que yo hago. Y no nada más él, sino los que están alrededor".

Propone que con las pensiones de los ex presidentes se construyan viviendas dignas para personas que habitan en la calle.

"¿Albergues? Mejor me quedo en el puente. Un albergue no es la solución. La solución es un trabajo digno", afirma.

Si algún día volviera a tener una casa, a Olimpia le gustaría que el bajo puente sirva de refugio a otros.

"Quisiera que este lugar diera cobijo a más mamás con niños que quieran cambiar su forma de vida", dice.


Es notorio que debajo del puente vehicular hay pobreza, pero no sólo eso. Debajo del puente hay vida.

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