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Milenio.com
CRÓNICA POR JUAN PABLO BECERRA ACOSTa.
Fue un Grito
en paz. Breve. Desde las 22:59, poco más de 13 minutos le llevó al Presidente
de la República tomar la Bandera nacional, tocar tres veces la campana de
Dolores, dar un grito ortodoxo, sin sorpresas, ondear el lábaro desde el balcón
central de Palacio Nacional, cantar el Himno, devolver la bandera a un cadete
militar y regresar al balcón para mirar el espectáculo de fuegos artificiales,
que este año no fue tan largo ni espectacular.
Abajo, en el
Zócalo, la gente coreó sus consignas, lo siguió en los tradicionales “¡Viva
México!”, en las estrofas del Himno, pero ante los espacios de silencio, tanto
los previos al Grito como los posteriores, nada pudo evitar que los clásicos
cánticos de corte futbolero fueran espetados por los más cábulas entre las
miles de personas que se reunieron en la Plaza de la Constitución.
Como es
costumbre, ante la presencia de los presidentes, estas manifestaciones también
fueron acompañadas con sonoras mentadas en forma de silbidos.
Pero más
allá de eso, en el Zócalo todo era diversión: miles de familias con los rostros
tatuados de líneas patrias, con pelucas tricolores, con banderas nacionales,
con la clásica espuma que se lanzaban a los rostros y con globos rebotadores en
forma cilindros, aprovecharon la noche de este lunes para gozar de música y
distracción (el cantante Joan Sebastian ponía a bailotear y corear a la raza
femenina).
Todo en paz
en esta noche que, a diferencia de la del año pasado, estuvo libre de lluvia.
No hacía mucho frío y eso ocasionó que más gente de la que se esperaba se
dirigiera al Zócalo.
Elementos
del Estado Mayor Presidencial se vieron sorprendidos por la marabunta humana
que pretendía llegar hasta la Plaza de la Constitución y poco antes de las 9:30
decidió cerrar los accesos al lugar.
Y ahí sí se
acabó la tranquilidad verbal, porque miles de seres que hacían filas por las
calles Pino Suárez, 16 de Septiembre, Madero y Tacuba se quedaron con un palmo
en las narices. A pesar de súplicas, de ruegos, nada, la orden era suspender
los accesos por los arcos de metal.
Frustrados,
jóvenes y no tan jóvenes se enojaron y mentaron madres. Nada: auxiliados por
granaderos con escudos del Gobierno del Distrito Federal, los militares no
franquearon el paso. En Pino Suárez miembros de la Policía Federal y la
Gendarmería Nacional formaban dos líneas de contención por si acaso se producía
un intento de portazo.
ÓRDENES
CRUZADAS
Dos mandos
del Estado Mayor Presidencial discutían con funcionarios locales que les
mostraban fotos del Zócalo para enseñarles que el lugar aún tenía muchos claros
y que la gente no estaba apretujada, lo que era cierto, pero no cedieron más
que en instantes que dejaban pasar pequeños grupos y luego ordenaban volver a
cerrar.
MILENIO les
preguntó a ambos mandos vestidos de traje la razón de tal decisión si aún había
espacio en la plancha del Zócalo capitalino (incluso cuando el presidente Peña
Nieto daba el Grito) y argumentaron: “Es por seguridad de la propia gente. Hay
demasiada gente intentando llegar y hay que evitar que un tumulto excesivo
pueda causar una desgracia”.
Y ni hablar,
en las calles de acceso al Zócalo unos se retiraron refunfuñando y otros lo
hicieron furiosos, mentando madres:
“¡Chingada
madre, es una fiesta popular! Venimos desde Xochimilco!”, decía iracundo un
jefe de familia antes de volverse andando con su esposa, dos hijos y un tercero
en una carreola.
Los policías
y los militares no se inmutaban; ellos, la verdad, solo obedecían órdenes, de
algún... genio. Como si el Zócalo no se hubiera retacado cientos de veces sin
incidente alguno...
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