El infierno no acaba en Ixtepec

cronica ganadora del premio Fernando Benítez escrita por Carlos y Oscar Martínez para la revista Gato Pardo

El último tren que vimos entrar en 2007 apareció por las vías de Ixtepec el sábado 24 de diciembre, víspera de Navidad, pasada la media noche. Como había ocurrido con todos los trenes que habíamos visto, una multitud de sombras bajó de los techos de los vagones al detenerse la locomotora.

El sacerdote Alejandro Solalinde, un hombre de 62 años, delgado, calvo, con una cruz de madera colgando en su pecho, se paró en medio de los que se dispersaban por las vías. Gritó que se acercaran, que tenía algo que decirles. Sacudiéndose el espanto, las siluetas lo rodearon. “Sé lo que les ha pasado, vengan conmigo al albergue, que ahí estarán seguros”, pidió el cura. Un hombre cubría su antebrazo con un pedazo de tela empapado de sangre, dos más salían del aturdimiento de la paliza que acababan de soportar. Algunos hicieron caso, y Solalinde encabezó la marcha hacia su albergue, a unos 300 metros de donde se detienen los trenes.
El refugio es un predio de unos 100 metros de largo y 30 de ancho, con dos naves de techo alto y piso de tierra, a la orilla de las vías del tren, que fue creado por Solalinde a principios de 2007. Los pocos que siguieron a Solalinde, cayeron en cuenta de que la promesa del cura era cierta: ahí estaban a salvo. Se reunieron alrededor de las rústicas mesas de madera, que funcionan como comedor, y poco a poco contaron lo que acababan de vivir. Unos asaltantes habían subido al tren y habían herido con sus machetes a tres de los polizones centroamericanos, encañonaron a otro, al que no mataron porque se portó sumiso, y a todos les quitaron el poco dinero que llevaban. Aquellos migrantes que llegaron con Solalinde transformaron el paisaje del albergue en lo que queda de un campo de guerra: hombres y mujeres agotados se tiraron al suelo y pidieron agua mientras algunos se frotaban sus heridas. Todos bajo la esperanza hecha lema que ya habíamos escuchado pronunciar a los grupos anteriores: “Ya pasamos la parte más difícil”.
Ésa es una verdad a medias. Si lo que habían recorrido era el infierno, Ixtepec no forma parte de ningún purgatorio, más bien es la última caseta de cobro del estado de Chiapas, donde el Instituto Nacional de Migración captura a la mayoría de los migrantes que tratan de cruzar México en su camino a Estados Unidos, y donde son extorsionados por una red de mafias en complicidad con las autoridades.
Para llegar a Ixtepec los inmigrantes tienen que caminar entre siete y nueve días desde que cruzan el río Suchiate, que divide México de Guatemala, hasta que llegan a Arriaga, Chiapas, donde está la estación del tren. Desde allí, son once horas de camino.
Si algo ha marcado a Ixtepec a lo largo de la historia es precisamente el ferrocarril. A principios del siglo XX la construcción del tren trajo al pueblo una racha de bonanza. Su cercanía con el Istmo de Tehuantepec le daba una situación privilegiada para el comercio. Los bienes iban y venían por Ixtepec y con ellos el dinero. Pero con la construcción del Canal de Panamá, el ferrocarril perdió importancia e Ixtepec volvió a ser el pueblo minero, con poca agricultura y ganadería que era antes.
Décadas después, con las olas de inmigrantes centroamericanos a los Estados Unidos, el tren volvió a cobrar importancia e Ixtepec cambió otra vez. El ferrocarril se convirtió en el medio de transporte más eficaz para los indocumentados que buscan cruzar México para llegar al país del norte. Trepados en los techos o escondidos en los vagones entre la carga, tratan de burlar a las autoridades. Junto con los migrantes, aparecieron las mafias que se dedican a asaltarlos. Los agentes del Instituto Nacional de Migración, que abundan en esa zona, pertenecen a la segunda corporación mexicana que, según el estudio realizado en 2007 por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, más asalta, viola, insulta y golpea a los indocumentados. La corporación que se llevó el lugar más alto también patrulla en este sur. Son los policías municipales. El estudio sólo preguntó por vejaciones cometidas por instituciones de gobierno.
Después de una visita a México en marzo pasado, el relator especial de la ONU para asuntos de los derechos humanos de los inmigrantes dijo estar especialmente preocupado por los casos de corrupción y extorsión a los migrantes y la violencia contra las mujeres. Los crímenes quedan impunes y, aunque reconoció algunos esfuerzos, se mostró preocupado por la poca habilidad de las autoridades para acabar con las redes de crimen organizado contra migrantes. Los más abusados, dijo, son los centroamericanos.
A falta de un Estado que les garantice una mínima protección, a lo largo del camino aparecen ciertas muestras espontáneas de solidaridad de los pobladores mexicanos, y otras manifestaciones más organizadas, como las de la iglesia católica, que en ciertos puntos ofrece refugio y consuelo.
“¿Verdad que ya pasamos la parte más difícil?”, nos preguntaban los inmigrantes que viajaron en el último tren que vimos en 2007.
Una semana antes, Wilber sorbía un café en el albergue del padre Solalinde.
WILBER
El lunes 19 de diciembre, el día que llegamos a Ixtepec, conocimos a Wilber, un viajero hondureño que descansaba en el refugio y sostenía una taza de café con desenfado. Como sus compatriotas ha aprendido a hacer un gesto que tiene una sorprendente capacidad de síntesis: con el índice y el pulgar de la mano izquierda forman un círculo que aprisiona un dedo de la mano derecha. Luego, con gran velocidad, retiran el dedo prisionero mientras pronuncian “liso”. Significa que no tienen encima ni un centavo partido por la mitad. El gesto resulta de gran utilidad para los visitantes del albergue. A Wilber lo habían asaltado cinco veces en sólo 11 días desde que entró a México.
Las 14 personas que aquel lunes 17 de diciembre se refugiaban en el albergue también habían aprendido por las malas el ritual que vive la mayoría de los que ponen un pie ilegal en territorio mexicano: al tren de carga que conduce a Ixtepec, treparon tres hombres. Saltaron de vagón en vagón sobre el techo. Uno apuntó con un revolver calibre .38: “¡Saquen todo, hijos de puta!”. Otros dos, machete en mano, tomaron de los migrantes lo que tenían. Todos los asaltados a punta de .38 eran parte de la romería más grande del mundo. Los servicios estadounidenses de migración calculan que cada día más de 3 mil personas intentan entrar sin permiso a ese país.
Wilber es una especie de enciclopedia del camino. Conoce al dedillo esas rutas porque es guía. Acompaña a amigos o familiares hasta la frontera con Estados Unidos y vuelve a Honduras. Mientras el café se calentaba sobre la leña, compartía los recuerdos de sus viajes, con tono de cotidianeidad: “Yo he visto cómo decapitan a un hombre en el tren, porque no quiso dejar que violaran a su mujer”. Interrumpió la conversación y nos invitó a salir del albergue para darnos un tour por los vagones estacionados en la vía, mientras la locomotora llegaba por ellos. Lo primero fue visitar el vagón en el que había viajado once horas desde Arriaga en el techo de un tren que no sobrepasa los 20 kilómetros por hora. En uno de los huecos de los compartimentos que quedan entre la unión de vagones, Wilber encontró un machete oxidado y un puñado de piedras que nos mostró con alegría. Con eso planeaba librarse de un nuevo asalto. Luego, se hizo difícil seguirle el ritmo. Saltaba, a tres metros de altura, de vagón en vagón sobre el techo, recordando vivencias. El tour terminó.
Regresamos con Wilber al albergue mientras hacía un resumen de su vida: Tiene una mujer de 22 años que espera a su segunda hija, vive en un barrio marginal y muy violento, fue empleado de una empresa de seguridad, y sus ingresos responden a la suerte que tenga vendiendo plátanos en una carreta tirada por un caballo, y lo que sus guiados le dejen. Nunca gana más de 200 dólares al mes.
La tarde de ese inicio de semana pasó mientras la olla de café descansaba sobre el fogón y escuchábamos las anécdotas de Wilber. El albergue entero esperaba la llegada del tren que los llevaría al siguiente punto en su viaje: Medias Aguas, Veracruz, a seis horas. Se trata de un ferrocarril sin horarios y eso obliga a los migrantes a estar alerta. A veces tarda hasta dos días en llegar.
A las diez de la noche, la luz de la locomotora y su sonido de herrumbre anunciaban los diez minutos decisivos previos a la partida. Las vías se poblaron de personas nerviosas que buscaban un espacio donde viajar. Un joven nicaragüense que fumaba con desenfado se acercó a las vías para esperar también el paso del tren. Para llegar a Ixtepec tuvo que caminar descalzo entre las piedras y traía los pies llagados. Fue asaltado en un punto en el camino conocido como La Arrocera. Los atracadores se habían sentido a disgusto con el tatuaje que llevaba en su cuello y se divirtieron apagando cigarros en él.
El muchacho miró la máquina que pasaba a su lado, ya con cierta velocidad, y sin mayores preámbulos dio un brinco de gato diciendo adiós. El tren se lo llevó. Por entre unos vagones asomó una sombra que hacía gestos y gritaba. Era Wilber despidiéndose. A las once de la noche, el tren se alejó en la oscuridad con sus cascabeles de hierro. Las vías quedaron desiertas. Cerca de allí, adornando un pequeño chalet, una guía de luces hacía sonar una tonadita navideña.
OLGA Y VÍCTOR
La vida del albergue es como la de un hotel, sólo que la temporada baja dura apenas unas horas. A las cinco de la mañana aquel predio volvió a llenarse al compás del sonido de la locomotora. Otro tren llegó de Arriaga, y con él unos 300 viajeros. Cerca de cincuenta llegaron al parador, donde el equipo de cuatro personas que colaboraban entonces con el cura, ya había preparado café, arroz y frijoles.
La mayoría se recostó dentro de las galeras. Dos personas se apartaron del grupo y acomodaron sus colchonetas dentro de la bodega a medio construir. Eran Olga y Víctor, y estaban enamorados. Se conocieron en el camino. Ella, policía; él, ex vendedor de cocaína en Estados Unidos. Ella, 35 años; él, 27. Olga Isolina Gómez Bargas tiene cinco hijos y dos maridos asesinados. Ambos eran policías. Al primero lo mató la Mara Salvatrucha, la pandilla más grande del mundo, hace cinco años; al segundo también, hace ocho meses. Ella, entonces desempleada, volvió al cuerpo, pero eso implicaba tener un arma al cinto todos los días. “Entonces —explicó la mujer— a cada rato pensaba en matar a mis cinco hijos y mis dos perros, para que cuando yo me suicidara nadie quedara desamparado”. Varias veces los encañonó y terminó llorando de impotencia: “Por eso estoy aquí, en este camino basura, buscando cómo mantenerlos sin andar armada”. Al tren en el que llegaron no lo asaltaron (algo que nunca volverá a ocurrir en esta historia), pero sí a todos sus tripulantes cuando caminaron entre cinco y nueve días para llegar hasta Arriaga. Víctor era el único del grupo que conservaba su dinero intacto. Tumbado a la par de Olga, enrolló un billete, lo envolvió en un trozo de plástico, lo aprisionó bien, lo mostró entre sus dientes y lo hizo desaparecer en su boca, para luego hablar como si nada. “así escondía la droga cuando llegaban los policías”. Policía y ex traficante se abrazaron y dormitaron.
Al caer el sol, Solalinde invitó a quien quisiera pedir posada de esa noche de diciembre. Todos quisieron. La posada es la celebración cristiana de aquella noche en la que José y María se vieron obligados a pedir posada en Belén, pues María estaba a punto de parir. Esa historia tiene un final feliz: el posadero los hizo pasar. Olga escuchó aquello y dijo: “qué bueno fuera que así nos recibieran los gringos. Yo me pondría a llorar”. Víctor le dio una dosis de realidad: “pero ni mierda que nos van a recibir así”. “Bueno —dijo ella— con que no me dejés tirada en el camino”. “Jamás, ni vos a mí”, contestó el ex dealer. “Jamás”, dijo ella.
Junto al sacerdote había otro de aspecto rudo. Era el estadounidense Jon Pops, un hombre de más de 60 años, de espaldas anchas y casi dos metros de altura, que ayuda a Solalinde a administrar el albergue. Una vez terminada la posada, el padre Pops hizo uso de su mal español para despedirlos a todos con una bendición hecha a la medida: “que el señor los haga invisibles”. Anochecía, y Olga y Víctor se unieron al grupo que abandonaba el albergue rumbo a la vía.
Minutos más tarde, un hombre corría entre los vagones del tren como una sombra enloquecida. “¡Bajen, bajen todos, habrá retén más adelante!”. Era Solalinde.
ALEJANDRO SOLALINDE
El cura tiene instalada una red informal de inteligencia diseñada para anticipar retenes migratorios. Desde su llegada a Ixtepec, a principios de 2006, Solalinde se dedicó a tocar las puertas de aquellas personas que podrían serle útiles: los dueños de los chalet que circundan las vías, los propietarios de una granja de pollos, los taxistas del lugar, algunos policías municipales… Luego su nombre se hizo conocido en los alrededores. Si alguien tenía alguna denuncia sobre el trato a migrantes, sabía a quién recurrir.
Antes de que el tren sobre el que Olga y Víctor iban a viajar, un taxista desconocido llegó apurado a Ixtepec preguntando por ese sacerdote amigo de los migrantes. Traía un mensaje urgente: adelante, a media hora en tren, en el pueblo de Chivela, el Instituto Nacional de Migración había instalado un operativo para ordenar a la máquina que se detuviera con el fin de detener a los indocumentados que viajaran colgados de él. Solalinde funciona así: acción–reacción. Para el caso: la acción equivale al mensaje del taxista, y la reacción, a correr gritando entre los vagones.
Pese a las advertencias del cura, sólo ocho personas volvieron cabizbajos al albergue. El resto prefirió creerle al empleado del tren que aseguraba que no había recibido ninguna notificación de que tendría que parar en Chivela. El tren se fue. Para Solalinde, el trabajo apenas empezaba: “Vámonos en su carro —nos pidió— que el mío ya lo conocen”. Nuestro Toyota modelo 88, a petición del cura, no registró menos de 120 kilómetros por hora en el trayecto de unos 40 minutos hasta Chivela. Solalinde iba ansioso por llegar. “Sigue, sigue, hay que llegar, no sea que estén maltratando a la gente”.
Llegamos y Chivela se veía como Ixtepec: oscuro, enmontañado, partido por dos rieles de acero. “¡Ahí están!”, anunció el cura, cuando ya unos ocho policías encañonaban el auto con sus M–16. Un agente nos obligó a bajar del carro y a poner las manos sobre un muro, mientras otros nos iluminaban con sus lámparas sin dejar de apuntarnos. En unos segundos el sacerdote saltó del coche: “¡Cómo que contra la pared! Soy Alejandro Solalinde, y ellos son periodistas”, gritó apartando cañones. La cara del subdelegado cambió, y el “regístrenlos” se convirtió en un “perdón, padre, no lo habíamos visto”.
Así, como esa noche, luce Solalinde en acción que saltaba como cabra en aquella oscuridad llena de fusiles. Se abrió paso entre los más de 70 policías hasta llegar al grupo de 22 migrantes detenidos. Todos sentados y rodeados. Su viaje hacia el norte había terminado. “¿Los han maltratado?”, preguntó. Y nadie respondió ante los policías. Los agentes de migración los subieron a las camionetas y se los llevaron. Pasarían dos días en una estación migratoria hasta ser deportados.
Solalinde nos pidió seguir circulando por las calles de Chivela, buscando a aquellos que habían escapado del retén migratorio. Entonces apareció un muchacho guatemalteco. Vio las luces del coche y abrió los ojos con horror, como lo haría cualquiera al que le pisan los talones más de 70 hombres armados. Parecía recién salido de una pesadilla, una en la que el tren donde viajaba se detuvo de pronto y en la que aparecieron hombres con sus lámparas y sus gritos. Una pesadilla donde él era la presa. La incertidumbre le desbordaba el rostro. Nos preguntó por dónde se salía a la carretera, tomó el billete que le alargamos y se fue con su miedo por las calles de aquel pueblo.
Nosotros seguimos buscando prófugos por los rincones de Chivela, voceando en la oscuridad. Pero ellos estarían por los montes, ocultos entre la breña.
“Así es esto, hijos, así toca, no podemos llevarlo”, dijo Solalinde, acostumbrado a tener que dejar gente en la oscuridad, porque no hay de otra.
La adrenalina tarda en desaparecer. El cura hablaba de fusiles cercanos a su cabeza, de migrantes heridos, de golpizas que le dieron los policías municipales, de amenazas de muerte, de cuando le ganó a la migra, de cuando su red funcionó. Sus ojos empezaron a cerrarse y su cabeza se reclinaba. “son 62 años, hijos, no es lo mismo que tener 20”, se justificó Solalinde sin darse cuenta de la modestia. Dos noches antes había dormido tres horas, la noche anterior durmió cinco. Eran las 2 de la madrugada.
Cuando a finales de 2005 Solalinde fue nombrado encargado de la diócesis de la movilidad humana, diseñada exclusivamente para él, decidió radicarse ahí, por una interminable lista de motivos: ahí no había albergue, está en el sur mexicano, ahí estaban en auge los secuestros exprés contra migrantes: que consisten en detenerlos, llamar a su familia y pedir un envío de dinero para dejarlos ir. Durante 2006, el albergue era él y su carro. En su camioneta recorría las vías del tren cargado con peroles de comida y galones de agua. El terreno que hoy se llena y vacía de viajeros lo consiguió a principios de 2007.
El nombre de Alejandro Solalinde apareció en los periódicos mexicanos luego del 10 de enero de 2007. Unos hombres armados habían secuestrado a varios guatemaltecos, entre ellos al menos dos chicas. Algunos migrantes decidieron ir a rescatar a sus familiares, aseguraban haber visto la casa en la que los tenían raptados. Se armaron de piedras y palos. Solalinde, al ver lo inevitable, los siguió, pero llegaron tarde. Al interior de la casa encontraron el pasaporte de una de las secuestradas, un recibo de Western Union ya cobrado y ropa interior femenina. Al salir se encontraron con la policía municipal.
Los hechos que siguieron los relató el padre en una carta pública que él mismo distribuyó a medios de comunicación e instancias gubernamentales: “Vi que algunos muchachos estaban siendo golpeados por la policía municipal… Decían “ya no me pegues”, una de las muchachas fue golpeada por un policía (que) le dio con el puño cerrado. El comandante nos apuntó con un arma. Al parecer con una .45… El comandante nos decía mentadas de madre, dos muchachos se escondieron detrás de mí, a lo que el comandante respondió, “a ese padre échenmelo…”. Me golpearon la cabeza y me sujetaron los cabellos. Todo el tiempo me amenazaron diciéndome: “pinche cura, tú qué tienes que hacer aquí, tienes que estar en tu iglesia”. La versión del cura quedó corroborada por un video casero, filmado en secreto por una vecina de Ixtepec que tiene su casa frente al lugar donde ocurrieron estos hechos.
Marta Izquierdo, que desde hace 20 años es periodista en la zona, y ahora corresponsal del diario Reforma, estuvo esa tarde cubriendo los hechos. Asegura que escuchó cómo ese comandante, Pedro Flores Narváez, sentenciaba a Solalinde: “usted, padrecito, anda buscando que se lo lleve la chingada”.
Cuando le preguntamos a Solalinde por sus agresores, él respondió: “No sólo siento rabia, sino encabronamiento profundo. Dan ganas de hacer guardias blancas, de irles a romper toda su madre. Pero no los odio, los amo”.
LA MAFIA
Dos días después de nuestra llegada a Ixtepec, el miércoles 19 de diciembre, recibimos en la casa del padre a una de sus mejores informantes. Ana (nombre ficticio) es la dueña de uno de los puestos de venta que están al lado de las vías del tren, donde ocurren la mayoría de secuestros y asaltos.
—¿Qué es la mafia de Ixtepec de la que tanto habla el padre, Ana? —le preguntamos.
—Todos son la mafia, los municipales, los judiciales, los taxistas, los empleados de los buses, los de los hotelitos, todos.
—¿Y qué hacen?
—Son secuestradores. Se llevan a los migrantes y les quitan todo o piden dinero a sus familias en Estados Unidos. A las muchachas las violan, a los muchachos los golpean y hasta ha habido muertos.
Le preguntamos a Ana cómo sabía todo esto.
—Han llegado miembros de la judicial a pedirme a mi puesto que me una a la mafia, que les diga qué migrantes de los que llegan a mi puesto tienen dólares, y que ellos me darían una parte. Una vez, de mi puesto se llevaron a dos muchachos los de la policía municipal.
—¿Y qué les pasó?
—A las horas volvieron sin un cinco y descalzos. He visto a agentes de migración y de la policía judicial entrar a donde viven los secuestradores.
Todos en el pueblo pueden identificar a una banda, que utiliza un carro rojo, que incluso ha sido denunciada por el propio Solalinde: “Es una suburban, con placas XCE9692, marca Chevrolet, del estado de Tamaulipas”, escribió el padre en su carta pública.
Incluso la Comisión Nacional de Derechos Humanos emitió un dictamen al respecto el 11 de diciembre de 2007: “…mujeres, algunos niños y jóvenes que, al parecer, habían sido secuestrados en esa fecha (10 de enero) por 8 sujetos fuertemente armados, quienes se movilizaban en una camioneta con placas del estado de Tamaulipas, mismos que aparentemente estaban coludidos para realizar esas conductas ilícitas con la Policía Municipal”.
—¿Y ha cambiado algo este año, Ana?
—Nada, nada, todo sigue igual, los siguen asaltando aquí enfrente del tren.
El día siguiente, jueves 20 de diciembre, empezó con Solalinde corriendo por Ixtepec. Esa mañana, dos policías municipales habían secuestrado a tres migrantes. Eran Karla, una hondureña de 20 años, su prima y el esposo de su prima.
Desayunaban en un puesto, a la par de las vías, frente al hotelito donde se quedaban. Llegaron tres hombres de civil, dos sacaron su credencial de policías municipales y los obligaron a subir a su carro. En Ixtepec hay 66 policías municipales, trabajan 24 horas en turnos de 33.
Karla relató que los llevaron a un llano, a las afueras de Ixtepec, y les dijeron una frase ya típica de estos funcionarios: “Saquen todo lo que anden”. Sólo andaban 400 pesos (unos 40 dólares), pero uno de los policías era desconfiado, y tenía una pistola: “Si están en hotel es porque andan más, sáquenlo si se quieren ir, o llamemos a sus familias en Estados Unidos”. Karla, llorando, le dijo a uno de ellos: “Dejé a mi hija de dos años botada en Honduras para ir a ganar dinero, no es justo que nos hagás esto”.
Tuvieron suerte. Uno de los municipales recibió una llamada en ese momento. Era su esposa para decirle que su hija recién nacida estaba hospitalizada. “Ya nos volveremos a ver —amenazó el municipal— váyanse, pero ni se les ocurra ir a donde el padre Solalinde”. Los migrantes sacaron todo del hotel y se fueron donde el cura, que inmediatamente echó a andar su carro y su celular. Solalinde llamó a las autoridades municipales para denunciar, buscó por todo el pueblo el coche descrito por Karla, pero no hubo resultados. Los hondureños no querían quedarse a denunciar, y las autoridades exigían a las víctimas como testigos. “¡Lo de siempre!”, se quejó Solalinde, refiriéndose a otro secuestro que quedó impune.
Karla y su grupo nunca explicaron por qué no se quedaron a denunciar. Sin embargo, de conocer las leyes mexicanas, hubieran encontrado razones que respaldaran su decisión. En México ser migrante indocumentado es ain penado hasta con cárcel. Defensores de los indocumentados han denunciado en varias ocasiones que el INM suele demandar a aquel inmigrante ilegal que se quede para quejarse en un juzgado. Según la Ley General de Población, eso puede implicar dos años de prisión si es primera vez que lo atrapan, y hasta ocho si es reincidente.
Ese día, el mismo del secuestro, un taxista aceptó hablar. Reconoció que muchos de sus 57 colegas en Ixtepec colaboran con la red contra la que Solalinde lucha. Los que como él, según dijo, no entraban en el juego, saben lo que pasa: “hace un mes me pararon dos judiciales, bajaron a la migrante que yo llevaba y de entre las piernas le sacaron dos mil dólares y unos collares”. Nos dejó frente a la casa del policía municipal que nos esperaba.
Este policía pidió lo mismo que todos: “que no salga mi nombre”. Es municipal desde hace tres años. Desde hace tres años ve lo mismo y calla lo mismo.
—¿Qué es la mafia de Ixtepec?
—El padre lo sabe, él sabe y ha denunciado a los policías que andan chingando.
—El 10 de enero (día del episodio entre Solalinde y policías), ¿por qué no buscaron a los secuestradores?
—Por orden de mi comandante de ese momento, Pedro Flores Narváez; él dijo que el secuestro no existía, que sólo arrestáramos al padre y a los migrantes.
—Dicen que hay policías que están de acuerdo con los secuestradores.
—Tienen su casa de seguridad al final de las vías. Sabemos que algunos policías municipales y judiciales llegan ahí a traer su parte (de dinero). Se sabe que el 10 de enero unos judiciales violaron a migrantes. (El vehículo de los secuestradores) es conocido, una Cherokee roja.
—¿Y no puedes hacer nada?
—Cuando llega el tren ya andan los secuestradores rondando la vía. Yo se lo dije una vez a mi comandante, y sólo me respondió que no me metiera en pedos.
La última pregunta que se le hizo puede explicar en parte por qué tantos policías de esa zona están tentados a convertirse en asaltantes. ¿Cuánto gana un municipal de Ixtepec? Nos contestó que ganan 280 dólares al mes, que no tienen prestaciones, ni jubilación, y que ellos mismos tienen que comprar sus uniformes y armas. “Nunca he firmado contrato, y hay hasta chavos de 16 años de policías, que nunca recibieron ningún entrenamiento”, agregó.
Regresamos al albergue, donde Karla y su gente descansaban. Subimos al vehículo y fuimos a buscar a quien todos mencionaban.
“Usted, padrecito, anda buscando que se lo lleve la chingada”, fue la amenaza que el entonces comandante Pedro Flores Narváez profirió contra el cura el día que lo arrestó. Pero la chingada eligió a otra víctima. A raíz de ese hecho, Pedro tuvo que salir del cuerpo policial y ahora es propietario de una cantina en las afueras de Ciudad Ixtepec.
El negocio del ex comandante de la policía municipal y ex director de seguridad de Ciudad Ixtepec, es más bien modesto. Se trata de una ramada con algunas mesas plásticas. Un grupo de amigos escuchaba música norteña en la rocola, mientras bebía cerveza. Es un hombre corpulento de semblante serio, que desde que nos identificamos como periodistas no dejó de temblar. No permitió tomarle fotos y nos hizo pasar a la última mesa del lugar, donde fumaba un cigarro después de otro. Tras los primeros minutos de conversación, el ex comandante comenzó a llorar: “Los medios han hecho de mí lo que han querido… ¡A mis hijas las hostigan en el colegio, cabrones!”. Su versión de lo que ocurrió el 10 de enero es un tanto diferente a la del cura: “Yo recibí órdenes de apoyar, órdenes del presidente municipal. Fuimos porque una señora denunció daños en su propiedad… arrestamos a unos 16 que iban con piedras y palos. Yo sí desenfundé, pero porque un migrante se me vino encima con un machete”.
—Nosotros tenemos el video, Pedro, y eso no aparece.
—Es que pasó muy rápido.
—¿Tan rápido que no lo logró captar el video?
—Así fue…
—Pero el padre no iba armado ¿por qué lo arrestó?
—Porque ahí iba, de líder…
Pedro aseguró que nunca ha participado en un acto ilícito contra migrantes y que si los ojos están puestos sobre él es porque “el hilo se corta por los más delgado”.
—Si es así suponemos que lo que está diciendo es que su jefe, el presidente municipal, sabía de todo esto.
—No voy a responder por otros.
Pedro volvió a llorar, asegurando que él no podía hablar, que era padre de cuatro hijas. “Pedro: ¿usted teme por su vida?”. Los ojos se le nublaron y guardó silencio. “Si le digo un nombre, ¿usted me dice si es la persona a la que teme?”. Asintió con la cabeza. “Javier Luna”. Flores Narváez asintió de nuevo y se echó a llorar profundamente. Luna era comandante de la policía judicial cuando Solalinde fue arrestado. En una segunda carta pública, el sacerdote lo acusa directamente de “encabezar” el grupo de secuestradores que raptaron y extorsionaron a las migrantes guatemaltecas.
Lo irónico del caso es que era el cuerpo dirigido por Luna el responsable de investigar la actuación de los policías municipales. Responsabilidad que, según la Comisión de Derechos Humanos, no fue acatada. Luna ya no está destacado en la zona. Algunos periodistas aseguran que comenzó a trabajar como parte del equipo de seguridad de Saulo Chávez, diputado estatal por el PRI (el partido que durante 71 años gobernó México), pero éste lo niega: “Somos amigos, y a veces jugamos futbol, pero no trabajó para mi”. Ninguna de las fuentes consultadas supo ubicar el paradero actual del comandante Luna.
LA DESIDIA
Solalinde se ha dedicado a contar todas estas historias a quienes han querido oírle, pero sobre todo a quienes no han querido. El cura tiene una amplia producción epistolar:
En una carta a José Luis Santiago Vasconcelos, subprocurador de justicia del país: “Apenas pasaron 76 días del último secuestro de 12 guatemaltecos… cuando el pasado 28 de marzo se dio ¡el séptimo secuestro! ¿Cómo es posible, señor licenciado, que nadie tenga piedad de estos muchachos? Yo no sé con qué palabras decirle todo lo que ellos sufren, y nosotros con ellos… Cuando he acudido a las autoridades correspondientes, sin saltarme jerarquías, lo único que he encontrado es indiferencia, silencio. Yo tengo claro que estoy arriesgando mi vida y tal vez la de otros, pero tenemos que romper esta dinámica de indiferencia y temor”.
El cura no ha tenido reparos incluso en increpar a sus compañeros de hábito, tal como hizo con el responsable de una parroquia cercana. En otra carta al Padre Juan López Ruiz, párroco de Unión Hidalgo, un pueblo de paso de migrantes al sur de Ixtepec, escribió: “como pastor, se te confían también esas ovejitas que pasan por tu parroquia. un feligrés tuyo me externó que tú no sentías a esa pobre gente migrante, porque tú sólo vivías para tus joyas”.
Ha llenado los buzones de las instancias oficiales de la zona. La única respuesta oficial que ha obtenido la publicó el ayuntamiento de Ixtepec en los periódicos locales: “Es loable que un sacerdote esté pendiente cuando llegan (los migrantes) para proporcionarles alimento… pero no consideramos ni justo ni legal que se les defienda cuando hayan cometido un delito… Somos por generaciones una ciudad pacífica, un ejemplo de honradez, trabajo y amistad. Es tiempo de Ixtepec y no vamos a permitir que se confunda nobleza con solapar delitos, porque iniciaríamos una era de desorden, anarquía, salvajismo…”.
El resto de las respuestas no llegaron al padre, y de haber llegado sólo hubieran conseguido enojarlo más. Llamamos a varios funcionarios, y sus argumentos fueron desde el silencio hasta el “yo sí sé, pero no puedo hacer nada”. Salvador Zárate, subprocurador de Averiguaciones Previas de la zona dijo: “Hay una averiguación previa por lo del 10 de enero. La policía judicial lo está investigando. No tenemos una bolita mágica para saber si hubo atropello. Yo sé que hubo problemas, pero es extraoficial”. Saulo Chávez, diputado estatal por Ixtepec señaló: “Es que ése es un tema federal, el tema de la migración. Sabemos que se han lastimado a algunos inmigrantes, y lo rechazamos, pero no incumbe a la cámara estatal”. Felipe Girón, ex alcalde, contestó su celular y la señal fue perfecta hasta que le preguntamos si sabía que durante su mandato ocurrió todo lo relatado. Entonces, perdió señal. Volvimos a llamar y contestó sólo para colgarnos. Gabino Guzmán, actual alcalde de Ixtepec: “Estoy enterado (de que los municipales asaltan), tengo esa información de notas periodísticas. Tenemos que ir subsanando esto”.
EL ÚLTIMO TREN
La madrugada del sábado 24 de diciembre, víspera de Navidad, llegó el último tren que vimos en 2007. Los 200 indocumentados que descendieron de él habían sido asaltados: al tren que conduce de Arriaga a Ixtepec, treparon tres hombres. Saltaron de vagón en vagón sobre el techo del tren. Uno apuntó con un revolver calibre .38. “¡Saquen todo, hijos de puta!”. Dos, machete en mano, tomaron de los migrantes lo que tenían. Luego volvieron a hacerlo en el siguiente vagón y en el siguiente y en el siguiente…
Los pasajeros de ese último tren venían particularmente esquilados por funcionarios que los encontraron antes de subirse a la máquina. ¿Quiénes te asaltaron? “Los judiciales, los federales, los policías de camino y los del INM, que me quitaron 2 ,500 dólares”, contestó el hondureño. Venían golpeados. ¿Por qué desmayaron a patadas al que venía contigo en el tren? “Porque venía sin camisa, y los asaltantes le dijeron que se la llevaba de vergón (de listo)”, explicó el salvadoreño. Venían heridos. ¿Por qué te metieron el machete en el brazo? “Porque me tardé en sacar el dinero”, dijo el otro hondureño.
Jon Pops escuchó todas las respuestas, e hizo su pregunta: “Yo quiero entender, si ellos sufren tanto aquí, ¿de qué huyen?”. Guardamos silencio. No es posible contestar a esa pregunta con una sola respuesta. Sin embargo, hay unos datos que pueden ayudar a ubicar, grosso modo, la región de la que aquellas personas escapaban: huyen de la región más violenta del continente, de la que más depende de los dólares que mandan los migrantes. Huyen de sueldos mínimos que, como en Nicaragua, son de 97 dólares al mes. Huyen, los de El Salvador, del país con la más alta tasa de homicidios en el continente. Huyen de una región donde una media del 40 por ciento vive con menos de un dólar al día.
Esa noche, Solalinde quería alegría para los indocumentados. Compró pollos, pasteles, dulces, ponche y piñatas. Era 24 de diciembre. Pero el camino es el camino, y la única voluntad tajante es la del tren. La máquina salió, y el cura y su equipo tuvieron que repartir la comida a sombras que agradecían desde arriba de los vagones. El tren se fue, y nosotros también.
Volvimos el 31 de diciembre. 2008 inició y un nuevo tren llegó a Ixtepec. Todos habían sido asaltados.

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